viernes, 9 de diciembre de 2011

Transgénicos.

Andrea preparaba el caldo al mismo tiempo que oía música, no pasaba un día sin que se lamentara por su frustrante forma de bailar, escuchaba a Héctor Lavoe y se imaginaba lo que habría sido su vida con lo que ella llamaba “el don de los pies veloces”.

Ante todo, Andrea era una mujer melancólica. Añoraba tiempos pasados y se martirizaba con sus anhelos, recordaba la vida de antes, cuando trabajaba en el restaurante y Manuel le cocinaba los domingos, cuando le ayudaba a estudiar a los niños.

Ahora no.

La primera vez se sorprendió y estuvo feliz de ver lo fácil y rápido que sería cocinar ahora, quitarle la cáscara a una cebolla que nació pre-picada en pluma, cortar una naranja y vaciar su único contenido –jugo- en el jarro.

Se equivocó, ahora estaba triste, a veces furiosa, y es que desde que esos científicos habían decidido inyectar quizá qué químicos en las semillas, su vida familiar se había vuelto insoportable.

Primero la despidieron del restaurante, claro, ¿quién necesita un Chef profesional cuando la lechuga nace picada y la zanahoria rallada? Luego los niños comenzaron a sacarse buenas notas. Esto debería alegrar a cualquier madre, pero a Andrea no. Ahora que las verduras habían sido intervenidas, los niños se comían el conocimiento en cada almuerzo y ya no necesitaba estudiar con ellos. Por su parte, Manuel tuvo que ampliar su horario de trabajo para cubrir las cuentas que gracias a la actual cesantía de Andrea, ella ya no podía pagar.

Le quitaba la cáscara al ajo y con odio lanzaba los pequeños cubitos a la cacerola, ahora nadie la felicitaba por los almuerzos, porque no es ninguna obra de arte cocinar cuando viene todo listo.

Los niños llegaban de la escuela y se echaban en sus camas a esperar el grito de Andrea, “¡almuerzo!” para bajar desganados, la edad del pavo se convertía en un período macabro.

Tarde llegaba Manuel con su beso frío, su abrazo cansado, bebía un té y dormía en seguida para poder despertar al día siguiente.

Todo esto pasaba por la cabeza de Andrea ese lunes en que preparaba el caldo.

Rápida la vergüenza echó raíces cuando en la puerta del microondas vio reflejada su cara de autocompasión, bailaban las verduras en la olla y como si nada, dentro suyo surgió la necesitad de hacer algo por sí misma. Pensó en qué fue lo que siempre quiso hacer. Bailar.

Tapó la olla y partió a inscribirse a la academia de salsa que quedaba en la esquina, buscó en el entretecho su ropa deportiva y las viejas zapatillas cubiertas de polvo.

El lunes, por primera vez en casi dos años, en la mesa del almuerzo brillaba una sonrisa. Andrea les contó ansiosa la noticia a todos, Manuel la felicitó con cara de alegría fingida, los niños se llevaban cucharadas de caldo a la boca y Andrea alcanzó a advertir el levantamiento de cejas que uno de ellos le lanzó.

No le importó, desde mañana estaría ocupada, estaría aprendiendo, y esa alegría no se la iba a quitar nadie.

Al otro día temprano salió Manuel al trabajo y Andrea se probaba el buzo con la ilusión de ya nunca más ser la Andrea de rodillas torpes.

Faltaban tres horas para el inicio de la clase cuando la llamó Manuel para pedirle que pasara por su trabajo, tenía algo que entregarle.

Andrea llegó con su buzo blanco al lugar acordado, el crujir de las costuras le hizo percatarse de lo que esos años vacíos habían hecho con su figura menuda.

Entonces apareció Manuel con una cajita entre las manos

- tome mi amor, para que lo disfrute.

Y tal fue la impresión de Andrea que Manuel creyó quedar sordo por un momento con un grito que jamás le había escuchado a su mujer, y en el piso del edificio quedaron tirados el par de zapatos nuevos con su etiqueta perfecta.

“Nuevos zapatos inteligentes, ¿tiene rodillas torpes? ¡ya no es un problema! Con sus pilas recargables no necesita saber bailar ”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario