viernes, 9 de diciembre de 2011

Cruzó la calle como todas las mañanas, en la esquina del cine miró su reloj: las nueve en punto, justo a tiempo para comprar el periódico sin tener que hacer la fila que todos los días sin excepción se formaba a las nueve con cinco minutos.

Saludó a don Héctor, hurgó entre las pelusas y viejos botones perdidos en los bolsillos de la chaqueta y encontró las monedas necesarias.

Continuó su camino hasta la oficina, se regocijó –como todas las mañanas- de ver su cara en la fotografía de la entrada.

“Simón Estrada, premio a la puntualidad”

Marcó su tarjeta y saludó al portero, se apuró en las escaleras y aún más al llegar a la puerta, sentado ya de cara al escritorio abrió el viejo manual del empleado en la página treinta. Encontró como siempre la fotografía de esa jovencita con cuello blanco de liceo, y continuando con su maniático ritual, procedió a acariciar la foto al tiempo que repetía “Adela Cid, Adela Cid, Adela Cid”. Cerró el libro y se dispuso al fin a comenzar con la jornada laboral.

Hacía años que simón guardaba esa fotografía de Adela, encontrada entre las páginas de un viejo libro de biología en la biblioteca nacional. No sabía de qué año era la foto, no sabía cómo había sido la vida de Adela, ni siquiera si seguía viva, es más, no sabía cómo se llamaba la colorina pecosa de la pequeña fotografía, pero en cuanto la vio la bautizó con ese nombre, Adela Cid.

Cada noche Simón soñaba con Adela, los primeros treinta segundos del sueño eran siempre iguales: se cruzaba en su camino un rayito de sol leve, mientras caminaba al trabajo y en medio de la calle estaba ella, él se acercaba y le preguntaba la hora, ella encantada le respondía, las nueve en punto, si se apura alcanza a comprar el periódico antes de la cola que se arma a las nueve con cinco minutos. Caminaban juntos hasta el negocio y don Héctor saludaba, “¡hola Adela! Aquí tengo tu periódico” ese era el momento exacto en que el sueño cambiaba cada noche, a veces, él la invitaba a un café, y otras tímido se alejaba a paso firme en dirección a cualquier parte donde pudiera observarla tranquilo.

Esa noche, en el sueño vio el terrible atropello de Adela, despertó sudando y angustiado al pensar que quizá así había sido su muerte realmente, mal que mal, no sabía quién era, no sabía si estaba viva, ni siquiera sabía cómo se llamaba.

Se duchó y partió al trabajo como todas las mañanas, pero hoy con una angustia que le carcomía todo por dentro, al llegar a la esquina miró su reloj: las nueve en punto. Se apuró en llegar al negocio donde ya había una mujer muy abrigada comprando cigarrillos.

“¡Hola don Héctor!” Saludó como todas las mañanas, “hola simón”, y fue entonces cuando la mujer se descubrió la cara y dejando caer el gorro hizo ver su brillante cabellera color cobrizo.

- Disculpe, ¿tiene hora?

Simón sintió algo muy extraño al ver la belleza de la mujer, pero aún más se extrañó al ver su mirada sorprendida.

Las nueve con dos, respondió, ella preguntó su apellido. Simón Estrada notó cómo los ojos de la mujer se cristalizaron, dejando correr una lágrima por su mejilla cubierta de pecas, antes de que Simón pudiera preguntar algo, la mujer estiró la mano y dijo “Adela Cid, mucho gusto”

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