miércoles, 1 de junio de 2011

Entramos al cuarto cuando Sofía hacía la cama. Tenía los ojos desorbitados y te recuerdo a ti, Andrés, comentando burlón lo mal que le había hecho la separación.

Tú que siempre caminabas como si la tierra bajo tuyo te acariciara los pies, con tu voz autoritaria y forzada, tratando siempre de aparentar éxito.

Ahora los muchachos comentamos que nunca te diste cuenta de lo predecible que podrías llegar a ser. Nunca hasta ese día en que, al entrar al cuarto de Sofía, comentaste hipócrita ante nosotros que a Sofía cada día la veías peor. “Más fea, más gorda, más pálida, como si el tiempo la pisoteara hasta cansarse de su pelo rubio y sus labios gruesos”.

Nosotros te conocíamos bien, conocíamos tus inseguridades y la forma de poner tu soberbia en su lugar. Por eso aquella vez nadie solidarizó contigo, sino con Sofía, y haciéndote a un lado la acogimos como lo merecía.

En realidad le partía el alma verla tan sola, haciendo su cama una y otra vez, histérica por las arrugas y pliegues que se abrían paso desde la sábana al cubrecamas cuando la hundía con su cuerpo embatado al sentarse.

No quería más que ayudarla, darle todo el amor y contención que guardaba para ella hacía años, pero tanta inmadurez y narcisismo hacían de ese simple gesto una batalla campal.

Para nosotros era como si tu cuerpo se hubiera dado cuenta del miedo, y haciendo un cruel truco, intentara hacerle el peso. Como si tu cuerpo tuviera una influencia mayor que tu mente sobre tus músculos y se burlara de ti, impidiéndote acercarte a Sofía cuando lloraba. Un eterno forcejeo en el que intentaba acariciarla y lo único que conseguía era la articulación de bromas hirientes.

Todos amábamos a Sofía, nunca entendimos bien porqué te ganaba el orgullo cada vez que la veías, porqué Andrés miraba la vida como una competencia en la que Sofía era el premio que le había sido arrebatado por otro. No supimos nunca porqué no te atreviste a decirle nada -“claro que lo intentaba”- dijo uno, pero era tanto el pudor que te producía el “perder” o el ser rechazado, que preferiste callarte durante años, alejándola cada día más de tus brazos agotados de esperarla. Alejándola de la felicidad que nosotros podíamos darle, alejándonos a todos de nuestra propia felicidad, de Sofía y su pelo rubio que en realidad era amarillo y azul y verde y rosado dependiendo desde dónde le llegara el sol.

La voz de Sofía también cambiaba con el sol.

Recuerdo la primera vez que la saludamos, caminaba acompañada del brazo de ese vecino que tuviste cuando vivías en Cerrillos. Cuando la vi me sorprendió su belleza, pero más me sorprendió su voz calmada, que inmediatamente relacioné con la de mi madre enseñándome a leer.

Desde ese día la seguiste por cada cuadra, escondiéndote entre los matorrales para estudiar cada uno de sus pasos, los distintos tonos que usaba para pronunciar una misma palabra frente a distintas personas.

Nunca nadie pudo mirar a Sofía sin sonreír por dentro.

Incluso ahora que la ves tiesa, pálida y bien peinada adentrándose en la tierra dentro de ese cajón café, sonríes y te parece hermosa y lloras por tu cobardía.

En ese momento me pareció que todos veíamos nuestras vidas pasar en un minuto, pero aún así lentamente. Enterrando el último atisbo de felicidad que nos quedaba. Desmoronados, ahora ya no me importaba que me vieran bien, porque si Sofía no estaba ya no habían motivos para ser el líder, para mostrarse seguro, para intentar aparentar que la vida es maravillosa y que la tierra que piso me acaricia los pies.