viernes, 9 de diciembre de 2011

Antonia reía en el el cuarto y se acurrucaba en la cama. Ligera como un soplido su mirada tierna derretía a las enfermeras, que -la mayoría de las veces- le traían doble porción de postre.

Durante la noche se la escuchaba cantar el arrurú por horas, todos se habían acostumbrado a dormir con su voz dulce resonando en el cuarto del fondo.
Por la mañana se la escuchaba reir, a veces cantar y en reiteradas ocasiones le explicaba a josefina el origen de los bebés. "Cada mujer nace con una semillita en el corazón, y después, cuando se enamoran de los hombres la semillita se cae a la guata y nacen los niños"
El resto del tiempo tejía chalecos, bufandas, guantes, gorros que a su vez acumulaba en el rincón del dormitorio, esa esquina resplandecía de rosados en una habitación gris y oscura.

Así transcurrían los días para Antonia, contarle cuentos a la Jose, pedir doble porción de postre "porfa, pa la Josita", tejerle chalecos y cantar el arrurú.
Pero ese día se escuchó en toda la manzana a Antonia cuando desesperada gritaba "¡¿pero cómo se te ocure que no se va a enamorar una mujer?! No seas tonta Jose, todas las mujeres se enamoran de los hombres y la semilla siempre cae a la guata, y no, no existe ninguna mujer en el mundo que nazca sin la semilla, porque entonces sería hombre"

Las enfermeras corrieron a la habitación y encontraron a Antonia incada en el suelo acariciando al aire "perdone mi niña, no llore, si la mamá no quería gritarle, pero es que usted pregunta tonteras pues.."
Transcurrieron los días y Antonia seguía de buen humor, aunque un par de veces desesperó diciendo que la Jose se había perdido.


-¿y cuántas semillas tienen las mujeres, mamá?

-muchas mi amor, pero no todas las semillitas caen a la guata

-y a ti, ¿te quedan?

-claro que sí, ¡Yo tengo muchas!

-a ver, muéstrame.

La sangre corrió tiñendo baldosas blancas y cortinas. Antonia agonizaba, pero no tenía miedo, si la Jose quería verle las semillas se las vería, siempre dijo que haría cualquier cosa por su hija.

Por la mañana los chalecos iluminaban el rincón, y las enfermeras se abrazaban llorando, una de ellas chillaba que ella sabía que no era buena idea pasarle los palillos.

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